Hay un caso en que el evangelista atribuye explícitamente al Espíritu Santo la oración de Jesús, no sin dejar traslucir el estado habitual de contemplación de donde brotaba. Es cuando, en el viaje a Jerusalén, Él conversa con los discípulos, entre los cuales había elegido a 72 para enviarlos a evangelizar a las personas de los lugares a donde Él mismo debía ir (cf. Lc 10), después de haberlos instruido debidamente. Al regresar de esa misión, los 72 le cuentan a Jesús lo que habían realizado, incluyendo la “sumisión” de los demonios en su nombre. Y Jesús, después de decirles que había visto “a Satanás caer del cielo como un rayo”, exultó en el Espíritu Santo y dijo: “Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y entendidos y se las revelaste a los pequeños. Sí, Padre, porque así fue de tu agrado”. Este texto de Lucas, junto con el de Juan que relata el discurso de despedida en el cenáculo (cf. Jn 13-14), es particularmente significativo y elocuente sobre la revelación del Espíritu Santo en la misión mesiánica de Cristo. […] En el conjunto de la predicación y de la acción de Jesucristo, que brota de su unión con el Espíritu Santo-Amor, está contenida una inmensa riqueza de corazón: “Aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón —exhorta— y encontrarán descanso para sus almas” (Mt 11, 29). Pero está presente, al mismo tiempo, toda la firmeza de la verdad sobre el Reino de Dios y, por lo tanto, la insistente invitación a abrir el corazón, bajo la acción del Espíritu Santo, para ser admitidos en él y no quedar excluidos. En todo esto se revela la “fuerza del Espíritu Santo” y, en realidad, se manifiesta el mismo Espíritu Santo con su presencia y su acción de Paráclito: consolador del hombre, confirmador de la verdad divina, vencedor del “príncipe de este mundo”. (Papa San Juan Pablo II, Audiencia General del 25 de julio de 1990).

Fuente: Vatican News